CENTRO EDUCATIVO INTEGRAL
GUATEMALTECO
Guía de Trabajo – 5to Bachillerato
Asignatura: Sociales
Docente Sharon López
Instrucciones: Lea detenidamente y realice un resumen de cada tema, escribalo en su cuaderno con letra clara.
La contemporaneidad, época y categoría histórica
El término y la conceptuación misma, la categoría pensada y construida, de una historia contemporánea fue producto de las convulsiones revolucionarias que se sucedieron en el paso del siglo xviii al xix. Por contemporáneo se entendió entonces una especie nueva de tiempo histórico, una categoría propia para identificar precisamente una sucesión, antes desconocida, de acontecimientos inauditos, y, en fin, una experiencia peculiar de la historicidad. A partir de los componentes inéditos que introduce la Revolución en la conciencia europea, la contemporaneidad se convirtió en una acepción aplicada a la experiencia temporal en un doble sentido: por una parte, como contenido de conciencia, y, aunque más tardíamente, también como determinación precisa para un cierto tipo de historiografía.
La conciencia de asistir al nacimiento de un mundo
nuevo fue inseparable de la experiencia revolucionaria americana y,
posteriormente, europea en el tránsito desde el Antiguo Régimen. El tiempo de
las revoluciones de fines del siglo xviii fue percibido por los coetáneos como «otra
historia», o como una historia nueva. La contemporaneidad se asimilaba al
luminoso proceso que rompería definitivamente las cadenas que aherrojaban la
posibilidad de progreso, en el que se creía firmemente desde un siglo antes,
progreso que derribaría las monarquías absolutas y que anunciaba una era de
libertad.
Si bien su obra es relativamente tardía en relación
con ese proceso mismo de la conceptuación de la contemporaneidad como nuevo
tiempo histórico, los estudios de Alexis de Tocqueville son un indicativo
ejemplo de esta forma de entender el carácter revolucionario de los tiempos
nuevos sin olvidar lo que tuvieron de continuidad. Ese nuevo mundo era
justamente la contemporaneidad, una categoría histórica que atravesó aún alguna
vacilación en su consolidación antes de convertirse propiamente en Historia, en
una nueva historia. El hecho de que la «revolución» fuese el fundamento de la
contemporaneidad, tanto en la percepción de los contemporáneos como en el
afloramiento de una nueva historiografía, ha sido señalado ya con bastante
acierto.
La percepción de una historia donde se introduce la
categoría de contemporaneidad empieza a materializarse ya de forma clara en el
primer tercio del siglo xix,
pero no es sino mediada la centuria cuando la empresa se normaliza. En Francia,
donde la nueva concepción cristaliza de forma más clara, el sujeto primordial
de la historia de lo contemporáneo no es otro, obviamente, que la Revolución
misma. Con la revolución liberal, en definitiva, el concepto de contemporaneidad irrumpió en el vocabulario de la filosofía y
de la cultura, de la política y de los proyectos sociales más avanzados y,
desde luego, en el de la escritura de la Historia. De hecho, contemporaneidad
era una nueva forma de modernidad, en cuanto que era desembocadura y resultado de la
modernidad ilustrada, del proyecto de racionalización ilustrado. Sin
Ilustración no hubiera habido Revolución, pero era precisa también la presencia
de un impulso propiamente revolucionario. O, como diría el propio Tocqueville:
«Esta Revolución fue preparada por las clases más civilizadas de la nación, y
ejecutada por las más rudas e incultas. Sin modernidad no habría
contemporaneidad como conciencia nueva de esa modernidad misma.
El pensamiento liberal doctrinario o radical es
inseparable de esta nueva concepción histórica. La inventa esa nueva clase
mixta, la nueva burguesía que accede al poder, y la instituye aquella otra que
es consciente de los medios que hay que poner, en el terreno ideológico, para
perpetuarse en tal poder cuando empieza a ser amenazado. El pensamiento liberal
es esencialmente historicista, como lo sería el nacionalista, y en toda Europa
el historicismo es un ingrediente importante de la idea de una sociedad con un
tiempo histórico diferente.
Pero, por otra parte, en cuanto al otro polo de
esta historia inédita, el que contiene en sí tanto la percepción de estar ante
una nueva época
histórica como el derivado de ella para
la construcción de una nueva historiografía contemporaneista, de una nueva disciplina, y, también, para su
introducción en el sistema educativo, ya es cosa, a su vez, más tardía, del
tercio final de la centuria en la misma Francia y de forma algo más reciente en
sitios como España o Italia. Porque es el ritmo mismo de las revoluciones
nacionales (en España en la década de 1830, en Italia en el Risorgimento) el que condiciona el ritmo de penetración de la
contemporaneidad. Así, pues, el contemporaneísmo es una realidad nacida y
desarrollada en Francia, pero sus manifestaciones fuera de ella, atendiendo
también al desarrollo en España, tienen su propia dinámica y son, como dijimos,
más tardías.
En fin, todo este proceso histórico de la irrupción
de la contemporaneidad, como categoría histórica y percepción de la llegada de
una nueva época, contiene también una especial relevancia para fenómenos a los
que asistimos hoy, al comenzar el siglo xxi, algo más de doscientos años después. Parece como
si nos encontrásemos ahora en una significativa coyuntura que tiene evidentes
paralelismos con aquélla. No nos satisface la historia convencional, la
historia que se hace, para explicar nuestro tiempo, como tampoco convenció a los contemporáneos de
las grandes revoluciones liberales del siglo xviii. Hay que inventar otra. Eso mismo es lo que
ocurrió a medida que los desarrollos de las revoluciones liberales avanzaban,
desde 1833 aproximadamente. El fascinante paralelismo entre el nacimiento de la
historia contemporánea y el nacimiento actual de una historia de lo «muy
contemporáneo», desde hace un cuarto de siglo, una historia que llamamos
ya del
presente, nos hace pensar en que ambos
procesos han seguido, lo que no debe sorprendernos en especial, los mismos
caminos.
En la categorización de la contemporaneidad es
preciso partir del significado primitivo de la palabra misma. La
contemporaneidad nace solamente bajo el signo de un nuevo adjetivo: contemporáneo. Y encuentra su máxima fuerza y el ápice de sus
significados paradójicos cuando se aplica para calificar el sustantivo Historia. Que esos dos conceptos reunidos en una expresión
categórica constituían un ostensible oxímoron fue señalado desde muy pronto.
Por ello mismo, la Historia «oficial» tardó bastante en considerar a la
contemporaneidad como posibilidad de historia. Pero la aparente contradicción
interna que surge de la unión entre sustantivo y adjetivo se desvanece cuando
ambos conceptos reajustan su semántica. Ni historia ni contemporaneidad serían
ya lo que se creía en el Antiguo Régimen. Y tal reajuste no lleva sino a la
reformulación de lo que es la coetaneidad como historia.
9Sin embargo, en el pensamiento historiográfico
idealista, que representó de manera arquetípica la obra de Croce5 y de alguno de sus seguidores, como
R. G. Collingwood, es precisamente la idea de la contemporaneidad o
coetaneidad de toda historia, al ser recreada en la mente del historiador, como
construcción subjetiva la que se impone a la hora de establecer la posibilidad
de conocer y explicar los sucesos del pasado. No hay historia sino a través de
ese «presentismo» que se opera en su reconstrucción. Algo semejante es lo que
planteaba Ortega y Gasset al decir, por ejemplo, que «la historia, hable de lo
que hable, está siempre hablando de nosotros mismos, los hombres actuales,
porque nosotros estamos hechos del pasado, el cual seguimos siendo, bien que en
el modo peculiar de haberlo sido»6. Y algo no muy distinto es lo que expresaba Fichte
en reflexiones muy anteriores7.
Pero no es menos importante, en modo alguno, el
hecho de que lo que empezó siendo una caracterización categorial de un cierto
devenir del tiempo histórico (es decir, de alguna manera, del tiempo vivido que
es también historia y que constituye una excepcional experiencia de cambio
vital, como representaron las revoluciones dieciochescas) acabó deviniendo en
un proyecto operativo de definir una nueva época histórica. Y no es preciso insistir
en que categorización particular del tiempo histórico y delimitación de una
época de la historia son cosas bastante diferentes aunque no dejen de estar
ligadas. De ahí que Ortega, en sus especulaciones sobre la significación
histórica de las generaciones, acabase imponiendo la distinción entre contemporaneidad, precisamente como caracterización de toda una
época, y coetaneidad, como experiencia vivida generacionalmente. Una
cosa sería mis contemporáneos y otra mis coetáneos8. Un historiador actual español, Ángel Viñas, ha
hablado de nuevo de la distinción entre los rasgos de una contemporaneidad y de
la coetaneidad a propósito del significado histórico en la España reciente del
franquismo9.
Pero tienen mayor interés a nuestro efecto, las
observaciones de historiadores como P. Nora o E. J. Hobsbawm
sobre la «no contemporaneidad» de lo contemporáneo al haberse creado
precisamente un período histórico sobre la base de la historia de las
revoluciones y el tiempo subsiguiente. La necesidad de distinguir entre lo
convencionalmente contemporáneo y lo actual, lo presente, lo coetáneo, fue
tratada también por autores anteriores que iban del filósofo Henri Bergson al
historiador Marc Bloch.
Pensar históricamente la contemporaneidad imponía introducir serias correcciones al
pensamiento historiográfico común todavía en el siglo xix de que las épocas históricas, Antigüedad,
Medievo y Modernidad, estaban afectadas por un parejo despliegue de la
temporalidad, idea heredera de la consideración cerradamente lineal del tiempo.
O, dicho de otra forma: que la temporalidad era definida sustancialmente por la
cronología y que la aceleración o desaceleración de los tiempos históricos no
tenían otra referencia que la densidad de los acontecimientos. Pero la idea de
historia de lo contemporáneo llevaba aparejada la presencia y decisiva
influencia en lo histórico de los «tiempos de revolución». Las revoluciones
deben estudiarse atendiendo a su aspecto tanto físico como «moral», diría
Carlos Rubio en el comienzo de su «Historia filosófica de la revolución
española de 1868», publicada en 1869. De ahí que la contemporaneidad se acuñe
en principio en la conciencia de la nueva historicidad de las revoluciones. Y
de ahí también que el tiempo de lo contemporáneo aparezca, más que los demás
períodos históricos, como construido, como tiempo vivido.
El problema esencial sería ahora —desde los
primeros decenios del siglo xix, y
luego desde fines de ese mismo siglo, cuando la idea de la historia
contemporánea se consolida— definir esa categoría de contemporaneidad o
coetaneidad. Sin embargo, en el mundo historiográfico, ni una cosa ni otra pudieron
asimilarse nunca. Como se ha dicho y reiterado: cuando se creó la Historia
Contemporánea su contenido ya no era la historia coetánea.
Muchas veces se ha repetido también que, en
realidad, la idea de historiar la contemporaneidad ha sido consustancial con el
nacimiento mismo de la istorie, del ístorein griego, y aquí las referencias a Heródoto o
Tucídides suelen ser casi obligada. Como es natural, este convencimiento común
permitiría, y aun exigiría, múltiples matizaciones. Pero la cuestión tiene una dimensión
todavía más de fondo. En realidad, la consideración del tiempo histórico como
un continuum, que no autoriza la separación del pasado y del
presente como tiempos históricos es precisamente la antigua; la moderna es la
convención del siglo xix y
sus preceptistas historiográficos de que la historia y la historiografía sólo
son aplicables al tiempo pasado, cosa que, ya en su momento, Pierre Nora
denunció muy agudamente como falsa.
De hecho, los antecedentes históricos más
interesantes de la atención a una historia de lo coetáneo, a una nueva
categoría de Historia, la realmente vivida, cabe situarlos en el momento de la aparición,
justamente, de la idea de contemporaneidad como un nuevo tiempo susceptible de ser
historiado en la inmediatez de los acontecimientos, o referida a
acontecimientos vividos directamente. Y a ese momento, que se sitúa en las
conmociones revolucionarias que recorrieron el mundo occidental en el tránsito
entre los siglos xviii y xix, es al que atribuimos convencionalmente el nacimiento
de una «historia contemporánea». Lo destacable es que el nacimiento de la
Historia Contemporánea tiene no pocos puntos en los que aparece prefigurada ya,
en buena parte, la trayectoria que luego hemos visto reproducirse con la
aparición de la idea de una historia del presente.
Según se ha destacado, no resulta extraño que el
descubrimiento de la contemporaneidad, o de las contemporaneidades como categoría de lo
histórico, suela nacer ligado a grandes acontecimientos, convulsiones y
rupturas sociales y políticas, del orden mundial o de los fundamentos
culturales o tecnológicos de los grupos nacionales. De modo más general, parece
contrastada también la idea de que son los acontecimientos que cambian
profundamente el estado de cosas existente los que dan lugar a nuevos tipos de
entendimiento de la historia. La sensación de estar ante un tiempo nuevo
acompaña siempre a las consecuencias y a los intentos de resolución de las
grandes crisis históricas. Así ocurrió a fines del siglo xviii, del xix y del xx. En el siglo xix, lo mismo que en el xx, cada uno de los grandes derrumbamientos del orden
mundial despertó siempre una gran atención intelectual y de ahí surgieron
movimientos historiográficos nuevos.
Pues bien, las semejanzas y las reminiscencias que
pueden verse de todo esto en el gran cambio de la sensibilidad y del paradigma
historiográfico de «lo contemporáneo», operados desde los años setenta del
siglo xx, parecen, como señalábamos, innegables. Así lo ha
señalado muy gráficamente Michel Trebitsch en lo referente a la historia
nacional francesa:
La comparación entre la función de la historia
nacional en los años 1880 y la de la memoria nacional en los años 1980, reenvía
a las dos cesuras de la historia contemporánea y de la historia del tiempo
presente.Es difícil no coincidir con esta apreciación
ilustrativa porque, por lo demás, su paralelismo con lo sucedido en España es
también relevante. Las reformas del programa de la enseñanza de la historia
hechas en Francia en tiempo ya muy reciente, en 1983, fueron consideradas como
una «revolución conceptual» al introducir el estudio de una historia prolongada
hasta el día.
Recientes precedentes se encuentran también en el
crucial período histórico que transcurre entre 1914 y 1945, los «años de
entreguerras» o la «era de las catástrofes», sobre todo en función de la
necesidad sentida entre los historiadores de adentrarse en un tipo de historia
a la medida del notable cambio de los tiempos, de las ideologías y de las
preocupaciones sociales, y que esa historia respondiera también a la variación
profunda en la percepción misma de lo histórico. Precedentes que, de nuevo,
presentan de hecho no pocas semejanzas morfológicas con el fenómeno operado en
la época de convulsiones revolucionarias vividas al final del siglo xviii, que no encontró nuevas resoluciones de
estabilidad sino con la derrota definitiva de la aventura napoleónica. La
similitud con que en ambos momentos de convulsión surge la idea de un «tiempo
nuevo» es significativa, y la manera en que en ambos momentos se gesta una
nueva historiografía también.
Koselleck
que, mientras el término neue Zeit (tiempo nuevo) como expresión acuñada desde el siglo xvi para diferenciar un período posterior y
opuesto a la Edad Media no había experimentado sustanciales variaciones cuando
se llega a 1800, la expresión neueste Zeit (tiempo novísimo), como tiempo más nuevo aún, aparecida en el
siglo xviii, contiene conceptos más complejos y entre ellos el
de referirse a una «última generación», a una comunidad de generaciones convivientes,
siendo las exigencias del período final de las Luces y los acontecimientos de
la Revolución francesa los que dieron a esa expresión una «actualidad
enfática», «una intensidad política y social».En consecuencia.
la historia más reciente [die neueste Geschichte]
se distinguiría por el hecho de que el término adquiriría rápidamente el umbral
que marcaba una nueva época —según la conciencia de quienes la habían vivido—
que había sido abierta esencialmente por la Revolución Francesa.
Era, pues, el fenómeno enteramente paralelo al
experimentado en otros países con la introducción de la idea de
«contemporaneidad».
Koselleck encuentra asimismo huellas de la
percepción de un tiempo histórico presente, que puede ser considerado
contemporáneo, en ciertos pasajes de Goethe. Siempre en su búsqueda de la
historia del concepto mismo, encuentra antecedentes de él aún más tempranos, en
el siglo xvii y en la poesía barroca, que apuntan
interesantes sugerencias. El concepto se afianza al comenzar el siglo xix para no dejar de cambiar desde entonces. Esa historificación del presente corresponde siempre a la
atención que se presta a «las historias de los que viven el mismo tiempo», en
la que se encuentran reminiscencias de Heródoto y Tucídides, de Polibio y
Tácito, y también de la primitiva historiografía cristiana. Además de ello, la
idea de un tiempo histórico que es contemporáneo en la tradición alemana es
igualmente subsidiaria de las rupturas y conmociones, de las catástrofes que
introducen el sentimiento de estar ante una nueva época.
El siglo xix acuñó, dice Koselleck, bajo la influencia de las
revoluciones, una idea precisa de la historia del propio tiempo. Es falsa, pues, dice el mismo autor, la
pretensión de que la «Gran Historia» alemana no estuviese vertida también a la
historia del tiempo presente, siendo ejemplos de lo contrario el propio Ranke,
junto a Droysen y von Sybel. También sería ése el caso de Niebuhr o de
Burckhardt, que creían encontrar en los tiempos posteriores a la Revolución
«una sucesión acelerada de acontecimientos». Si desde el siglo xvii se había abierto paso la idea de unos Tiempos
Modernos, en el siglo xviii y,
sobre todo, en el siglo xix,
se insinuó frente a ellos la noción de una «edad contemporánea», esos novísimos
tiempos que se ha alcanzado a vivir.
En la tradición británica, las grandes revoluciones
continentales de fines del siglo xviii no
marcaron la conciencia de un nuevo tiempo, no introdujeron la contemporaneidad,
y la propia morfología de la historia de Gran Bretaña explica perfectamente el
hecho. La revolución de la modernidad se había producido allí mucho antes, en
el siglo xvii, con la gran revolución de 1688 y la derrota del
absolutismo. La Modern History británica sólo percibió un cambio decisivo en
su perspectiva cuando, en torno a 1914, se alteraron profundamente las
condiciones del equilibrio europeo, introduciéndose, sólo entonces, la noción
de una época contemporánea, la Contemporary History.
Hasta fecha muy reciente no ha existido allí la
temática de lo «muy contemporáneo», entre otras cosas porque la historiografía
británica nunca dejó de enfrentarse a ella en una producción claramente teñida
de un empirismo con visos de superficialidad, muy cercana de la buena y sagaz
descripción periodística, en una tradición que sigue absolutamente viva al día
de hoy, lo que no ha sido óbice para su respetabilidad académica. Sin embargo,
es muy reseñable el intento que hizo Geoffrey Barraclough de definir una
«historia contemporánea» cuyo espíritu se acercaba mucho más al del tiempo
presente continental: proponía este autor una contemporaneidad nueva cuyo
arranque fijaba él en los años sesenta del siglo xx, lo que no era en modo alguno un despropósito. El
período de introducción a esa nueva época creía que podía hacerse partir de la
Europa de Bismarck.
Los precedentes y la trayectoria de una historia de
lo coetáneo en España no son menos ricos, aunque, como es por desgracia
habitual, hayan merecido mucha menos atención. Ciertamente, el caso español
tiene sus propios rasgos específicos, pero éstos encajan sin dificultad en los
parámetros europeos de la mutación histórica hacia la contemporaneidad que
hemos descrito y que, más tarde, llevarían a diferenciar una nueva historia del
presente. Es precisamente a comienzos ya del siglo xx cuando en España lo contemporáneo pasa a identificarse en el mundo académico
con la historia propia y específica del siglo xix, para separar la historia de este siglo de la
anterior, conocida como «moderna». Esta llamada contemporaneidad entra en el
discurso normal de lo histórico justamente «porque el siglo xix ha muerto» y entonces se convierte en la parte
final de la cronología al uso en los programas de enseñanza de la historia. El
influjo del llamado positivismo fue aquí también notable como explicación de
este retraso.
Pero la de historia contemporánea era igualmente una noción existente en España
desde mucho antes, y en nada discordante con la cronología del mismo fenómeno
en el resto de Europa. Lo que empezaría a conocerse como historia
contemporánea, desde el primer tercio del siglo xix, estuvo mucho tiempo al margen de la «historia
oficial», la de la Academia de la Historia, fuente de la ortodoxia en la España
del siglo xix16, y así permanecería, con la notable excepción en
ciertos historiógrafos académicos que se atreven ya con la historia de la
Guerra de la Independencia, hasta finales de aquel siglo. Encontramos también
aquí un indiscutible precedente, entre aquellos que hemos calificado como más
remotos, de lo que es nuestra concepción actual de una historia del tiempo
presente.
La importancia de nuestra analística contemporánea en el siglo xix, que es el verdadero origen de la investigación de
la contemporaneidad, la hemos destacado ya otras veces y diremos algo más
de ella en los párrafos que siguen. Destaquemos sólo que los escritores de
historias de la España reciente desde la invasión francesa fueron los analistas, señalando ya el cambio decisivo de las
condiciones históricas al llegar el reinado de Isabel II, y acuñaron de
hecho el concepto de una «revolución española», ligada a la guerra
antinapoleónica y al nacimiento del régimen liberal. Ellos introdujeron la
palabra «contemporánea» para designar un tipo de Historia escrita que ni
cronológica ni estilísticamente se parecía a la Historia ilustrada y erudita de
hechos memorables del pasado traída por el romanticismo. Contemporánea era
justamente la «historia coetánea», pero también una historia nueva, popular,
basada muchas veces en documentos vivos u orales, y exenta, por lo común, o más
libre, de convencionalismos retóricos en el lenguaje.
Es a fines del siglo cuando esta «historia
contemporánea» empieza a identificarse no ya con la coetánea en sentido estricto sino con la historia
posrevolucionaria como un todo, con la historia del siglo xix en conjunto, hasta ir adquiriendo
progresivamente el sentido que luego ha conservado hasta hoy, el de ser una
historia de la revolución liberal y su posterioridad hasta bien avanzado el
siglo xx. Historiadores ligados a la Institución Libre de
Enseñanza, como Rafael Altamira, fueron los primeros en entender bien la
novedad de la historia del siglo xix19, de la misma manera que muchos años después, en la
transición posfranquista de la España de 1970, se ha empezado a entender el
sentido de una historia del presente.
Como hemos señalado antes, en la tradición
historiográfica occidental que se remonta al Renacimiento se acostumbró a
hablar de unos tiempos antiguos, de una edad media —la «media aetas» de los latinistas— y de una modernidad. Los tratadistas de historia de la historiografía
suelen relacionar a W. Keller, conocido como Cellarius, con la
consolidación de esta división tripartita de los tiempos históricos, puesto que
fue él quien descubrió prácticamente en su tratado Glosarius mediae et infimaes
latinitatis, esa media et infima latinitas que separaba los tiempos clásicos de su
«renacimiento» en el siglo xv.
La cuestión que nos concierne aquí, precisamente, es la de la introducción en
el lenguaje de la Historia de la idea de contemporaneidad. Definiciones de la contemporaneidad como
dedicación historiográfica se han intentado también en muchas otras ocasiones.
Figuran entre ellas la que llevó a cabo el citado Benedetto Croce, la llamativa
que emprendió Geoffrey Barraclough, las que han ensayado después historiadores
como Pierre Nora, José María Jover, o las que han dado lugar a
distinciones como las introducidas por las rotulaciones «historia inmediata»,
«historia reciente» o «historia actual».
Hubieron de pasar casi cien años, desde los tiempos
de las revoluciones que hicieron posible pensar la contemporaneidad, para que
la «historia contemporánea» se introdujese en el sistema educativo en Francia
en torno a 1865 por obra de los programas de enseñanza de la historia adoptados
en la reforma llevada a cabo por el ministro Victor Duruy. Sin embargo, esa
historia nueva atrajo sobre sí la minusvaloración, cuando no el rechazo, del
mundo académico instituido: el de la historiografía convertida ya en una
disciplina delimitada y respetable en el siglo xix avanzado, con argumentos que no dejan hoy de
parecer peregrinos.
Aquello no le pareció realmente «Historia» al mundo académico oficial. Pasó
mucho tiempo antes de que esa historia contemporánea quedase establecida como
disciplina académica, pero para entonces, como ha acertado a expresar con
perspicacia Pierre Nora, «la historia contemporánea no era ya contemporánea» en el sentido literal de lo que este término
quiere expresar.
Durante buena parte del siglo xix, al menos a lo largo de sus tres primeros cuartos,
la «historia contemporánea» sería rechazada por la historiografía que se
adscribía a la escuela y que luego hemos llamado documental o metódica, es
decir, la historiografía académica de tradición rankeana, la «Gran Historia»
fundada en el siglo xix,
que en modo alguno podía aceptar una Historia-Coetánea del mismo rango
intelectual y profesional que la Historia-Pasado. Historia y Contemporaneidad
serían durante mucho tiempo expresiones rigurosamente contradictorias.
El escepticismo ante la historia contemporánea
tardó mucho en diluirse. No obstante, fueron, paradójicamente, algunos
señalados «positivistas», guardianes de la Historia-Pasado, los que prestaron
en Francia una atención nueva y especial a la historia más próxima. Tales
fueron los casos de H. Lavisse o de Ch. Seignobos que escribirían
historias de Francia cuyo relato se prolongaba casi hasta la víspera misma de
la fecha en la que se escribieron. La Historia contemporánea no se admitía como
una «nueva historia», pero era preciso escribirla aunque fuese continuación de
la antigua. La semejanza con fenómenos de hoy es también destacable.
En este panorama, pero podría decirse que en la
Francia de entre los años 1865 y 1885, se produjo una «mutación ideológica» con respecto
a la visión que se tenía de la naturaleza histórica, propiamente de la época
abierta por las revoluciones, un sentimiento de inmediatez, de inseguridad
también, tal vez, que había llevado al rechazo de la historia contemporánea. En
el cambio producido sobre la visión del significado histórico de las
revoluciones dieciochescas tuvo un destacado papel la derrota de 1870 ante
Prusia, que introdujo una conmoción intelectual notable. En efecto, el desastre
militar ante Alemania convenció a muchos intelectuales de la inferioridad
francesa y ello tuvo una influencia destacada en la percepción de las
revoluciones del siglo xviii como
un momento «fundador» de una nueva historia de Francia. El republicanismo
francés que construyó la Tercera República desempeñó un papel impulsor de ese
cambio de mentalidad. La ideología republicana laica y nacionalista captó bien
las virtudes educativas de lo que ya se llamaba historia contemporánea. Y
aunque las primeras formulaciones que admitían esa nueva historia emplearon el
rótulo escolar de «histoire moderne et contemporaine», tal como lo empleaba Lavisse, este mismo
historiador, dándose cuenta de la dificultad de enseñar bien lo contemporáneo,
daba consejos sabios sobre cómo hacerlo.
Antes de todo esto, no obstante, la percepción de
la contemporaneidad como nueva historia había tenido en Francia otros episodios
previos. La primera generación de historiadores de la Revolución francesa,
Lamartine, Michelet, Blanc, Mignet, que escribirían en torno a mediados de
siglo, y, después, Tocqueville o Guizot, veían el siglo xix a la luz de aquella revolución que todos
acabarían entendiendo como origen de la contemporaneidad como categoría y como
época. Y no otra cosa ocurrió en España, donde el referente para el nacimiento
de esa contemporaneidad acabaría siendo «la revolución española». Tocqueville,
por ejemplo, comprendería bien que, más allá del aparente caos de los
acontecimientos, podía hacerse una síntesis y una explicación superiores, que
ligarían el pasado con el presente y que constituirían la verdadera razón de la
historia. No puede tenerse a Tocqueville, de todas formas, por un verdadero
historiador del tiempo presente, pero sí se acerca a tal tipo el François
Guizot que escribe las Mémoires pour servir à l’histoire de mon temps, aparecidas en 1858.
.
Aun así, los ensayos de «historia inmediata», según
la expresión de J.-F. Soulet, producidos en el siglo xix fueron en general decepcionantes, entre
ellos, particularmente, los que se refieren a los sucesos de 1870 o a la
Comuna. Puede que tal cosa tuviese su origen más directo en la idea positivista
de que la única fuente de la historia era el documento, el documento escrito y archivado, quedando así
descalificada duraderamente, o marginada, cualquier otro tipo de documentación,
tanto como la transmisión oral. En 1902, se renovarían otra vez los programas
de enseñanza de la historia en los que la contemporánea, que se hace arrancar
de la Revolución, pasaría a tener su propio lugar. El caso español sería
bastante análogo a éste, como veremos. La historia contemporánea quedó bendecida
académicamente como aquélla que arrancaba del momento histórico abierto por las
revoluciones, pero es evidente, como dijimos, que para entonces la idea de lo
«contemporáneo» en historia había perdido su primer significado de «coetáneo».
El nacimiento de una historiografía de lo
contemporáneo, de lo casi coetáneo, no representaba ya en sus orígenes la
simple pretensión de hacer historia de los sucesos más recientes, de
convertirla en la prolongación de la descripción de un curso histórico que las convenciones
metodológicas propias del siglo xix tenían
prohibido precisamente por su proximidad temporal. La historia contemporánea,
los «anales de historia contemporánea» como diría un publicista y académico
español como Antonio Pirala, traían a primer plano el nacimiento de una nueva
historia. La contemporánea era una historia basada en una concepción de lo
histórico que se apartaba claramente de la Gran Historia documental que prologó
el siglo xviii y consolidó el xix. Era distinta de la historia-monumento, de la
Historia de la Academia, de la historia registro de memoria oficial, de la
historia erudita, de la historia-anticuaria y de la historia-doctrina.
La historia contemporánea nació como una
historia popular. Precisamente porque la historia de la revolución
liberal, en todas partes y en todos sus aspectos, quería imponer la ruptura de
la barrera entre lo académico y lo social, entre la erudición y las
curiosidades y preguntas del pueblo común. Un hito en esta pretensión, y con
referencia a la historia de la Revolución justamente, lo representa bien el
historiador Albert Mathiez. Nacía, pues, otra historia en la que precisamente iban a tener buena
parte personas ajenas al mundo académico de los historiadores: periodistas,
publicistas diversos, literatos, filósofos y demás. Se convertía en una
verdadera historia liberal, que ha nacido con el pensamiento derivado de la
Ilustración, creyente en el progreso y en la educación popular. Vehículo de
unas nuevas costumbres de lectura, gustos literarios y tendencias estéticas.
Mucho tiene que ver también con la aparición de una
Historia contemporánea la revelación estética e historiográfica que trae el
romanticismo al considerar al «pueblo» como el verdadero sujeto de la historia
y cuando busca identidades nacionales en todas las historias. En este sentido,
puede estarse de acuerdo con Rafael Altamira cuando aseveraba que el
siglo xix había sido el siglo de la historia. Pero
podría añadirse más, lo que contribuiría un poco más también a desentrañar lo
que se creía acerca del sentido histórico de lo coetáneo: el siglo xix fue el siglo de la historia como afirmación historiográfica
(literaria) de lo político.
Porque la escritura de esa historia contemporánea
en el siglo xix no puede disociarse de lo
literario. La gran Historia que nace entonces como dedicación universitaria,
«científica», erudita y respetable, se ocuparía de los tiempos antiguos, medios
o modernos, pero, como hemos señalado ya, no concibe una historia contemporánea
y la desprecia, en definitiva, por ser producto de otro ámbito cultural. En
realidad, y el caso es más que evidente en España, son literatos populares, o
periodistas, en todo caso, los que escriben las primeras «historias
contemporáneas». Es dentro del fenómeno de la literatura popular donde mejor
encaja ese nacimiento. La contemporaneidad fructifica, a lo largo del
siglo xix, con la llegada de la lectura, o de la literatura,
a las «masas» o al «pueblo». Sin ese fenómeno, seguramente, no habría habido
nacimiento de la historia contemporánea.
Por ello tiene un cierto papel, nada desdeñable, en
tal nacimiento la novela histórica. Entre los años 1833 y 1835 se desencadena
el auge de las aventuras que se escenifican en este género literario. Entre los
primeros novelistas de este tipo hay algunos historiadores: Estanislao de Kotska Vayo, Patricio de la
Escosura, y, luego, el más prolífico de todos, Antonio Pirala. Ahora bien, debe
tenerse en cuenta que los primeros pasos de esa novelística no fueron fáciles
y, en principio, se resolvieron en un fracaso editorial. Habría que esperar al
«advenimiento de las masas», como decía un personaje de Galdós en Las tormentas del 48. En España, más aún, debería esperarse para la
plenitud a la revolución de 1868.
En el caso español, Albert Dérozier
ha hecho precisiones de gran interés para la comprensión del mundo intelectual
y cultural de la época de la revolución liberal en España, del cambio social,
también, de la primera mitad del siglo xix, en el que se gesta esa nueva comprensión de la
historia patria tan rotundamente distinta de la historia erudita del
siglo xviii. Como decíamos para el mundo europeo en general y
el francés en particular, puede afirmarse también que en España la historia
contemporánea nace en un contexto bien preciso de ideas, disciplinas y
corrientes literarias. No es extraño tampoco que esos «guardianes de la Historia»,
de los que ha hablado Ignacio Peiró, se mantuvieran desdeñosamente al margen de
esta nueva corriente hasta casi el siglo xx. Benoît Pellistrandi nos ha mostrado la escasa
presencia de la Historia Contemporánea en el foro privilegiado de la Academia
de la Historia. No es la «historia contemporánea» la que ha contribuido en el
siglo xix a fijar la imagen ortodoxa liberal del pasado
español.
La Historia contemporánea trae una visión
alternativa del liberalismo más radical de finales del primer tercio del
siglo xx. Que la historia contemporánea ha llegado hasta
tiempos muy recientes sin que el pensamiento conservador, o el claramente
reaccionario, haya entendido su significado, lo muestra bien a las claras el
comentario de un conocido tratadista y bibliógrafo del carlismo, Jaime del
Burgo que, en su Bibliografía del siglo xix. Guerras Carlistas, luchas políticas, dice de Antonio Pirala —el más completo y, en
realidad, el primer historiador del carlismo en el siglo xix—, que: «su obra (Historia de la Guerra Civil) [está escrita] sin criterio determinado a
causa de lo reciente de los acontecimientos que se propone historiar»La
exégesis del parrafito tendría que ser muy detenida o deberemos obviarla, cosa
ésta a lo que nos obliga el espacio disponible aquí.
Los primeros contemporaneístas españoles, entre los
que pueden recordarse a Pirala, Alcalá Galiano, Conde de Toreno, Fernández de
los Ríos, Fernando Garrido y muchos más, fueran o no historiadores consagrados,
quisieron hacer una historia de su tiempo vivido. Bien es verdad que esa
historia tenía las mismas debilidades de fondo que las que ya arrastraba la
Historia-Discurso Literario, la Historia General o «gran Historia» cultivada
hasta entonces. Era una historia de la política, de los acontecimientos, de los
personajes, que puede resultar decepcionante para algún autor moderno. Sin
embargo, la Historia de lo contemporáneo no podía ser entendida en pleno siglo xix de otra forma que ésta. Era también una
historia documental aunque en un sentido nuevo, que utilizaba los
documentos privados que, por vez primera, no son sólo de archivo sino, en
ocasiones, transmitidos al historiador por sus protagonistas, sus custodios o
sus referentes, y que admite el testimonio oral.
En España, la expresión historia contemporánea aparece, según todos los indicios, en la
década de los años cuarenta del siglo xix, si bien su propio concepto y sus
particularidades, relacionadas con esa nueva forma de la Historia, pueden
rastrearse ya en los clásicos de la Guerra de la Independencia y la revolución
gaditana. Al efecto de lo que aquí tratamos, es notable, por diversos
conceptos, entro otros el de su precocidad, la publicación que se tituló Historia contemporánea de la
revolución de España: esta obra comprende la historia de la revolución de
España hasta los últimos acontecimientos de Barcelona, para servir de
continuación a la historia de Mariana, y a la del levantamiento, guerra y revolución
de España, debida a la pluma del célebre Conde de Toreno; publicada por una
sociedad de literatos.
La publicación tiene como autor al propio conde de Toreno (José María Queipo de
Llano Ruiz de Saravia). Aparece en Madrid, a partir de 1843, publicada por la
Oficina del Establecimiento Central [sic], en entregas periódicas que, cuando
están concluidas, constituyen cinco tomos encuadernados en dos volúmenes33. Los últimos acontecimientos de Barcelona no son
otros que el bombardeo a que se vio sometida la ciudad por el regente
Espartero, precisamente en 1843.
No hay un detalle de tal publicación, empezando por
su título, que no nos ilustre sobre esa naturaleza de la primitiva historia
contemporánea. Por lo pronto, relaciona la contemporaneidad justamente con «la
revolución de España», que pretende narrar de forma completa hasta los
acontecimientos mismos del ¡año 1843!, en que la obra aparece. O sea, la
crónica histórica tiene como límite cronológico de llegada el del mismo día en
que se escribe… Es, o se tiene nada menos que por la continuación de la
historia clásica por excelencia, la del padre Mariana, pero, además, se trata
en realidad de la continuación de la historia del «levantamiento, guerra y
revolución de España» de Toreno, pero su publicación no la hace el propio autor
sino que corre a cargo de una «sociedad de literatos». Todos los rasgos que
hemos dicho que caracterizarían la historia de la contemporaneidad están contenidos
aquí. La contemporaneidad es la revolución, es la historia continuum, continúa la clásica pero llega hasta el día y
tiene a su frente a «literatos»…
El no menos célebre Marqués de Miraflores (Manuel
Pando Fernández de Pinedo), personaje muy influyente en la política de la
regencia de María Cristina de Borbón y del reinado de Isabel II, prolífico
escritor, publica, entre otras muchas cosas, sus Memorias para escribir la historia
contemporánea de los siete primeros años del reinado de Isabel II, en la imprenta madrileña de la Viuda de Calero,
en dos volúmenes, durante los años 1843-184434. Pero resulta que esta rotulación presenta un
detalle más interesante, si cabe, que la anterior. Y es el de adjetivar como
«contemporánea» una historia que tiene una cronología muy precisa y
absolutamente actual, pues se trata de una historia de la Regencia de la reina
gobernadora María Cristina. ¿Por qué Miraflores adjetiva como «contemporánea»
una historia que tiene precisamente una cronología absolutamente fijada? ¿Por
qué no la titula simplemente «historia de los siete primeros años…»? ¿Qué pretende matizar con la palabra contemporánea? La repuesta no puede ser categórica, pero puede
intentarse.
En efecto, habla Miraflores en su «Introducción» de
su pretensión de consignar en «estas nuevas memorias que podrían ser útiles
para escribir la historia contemporánea, los acontecimientos verificados en la
época a que se refieren y con especialidad aquellos en que he intervenido…».
Contemporáneo es, pues, en sentido estricto, coetáneo. Historia contemporánea de siete años parece
querer decir, por tanto, que es historia vivida por quien la escribe, memoria
de ella, y no construcción o reconstrucción. Parecería que con la
expresión contemporánea Miraflores adopta de nuevo la posición
clásica del ístor, del testig
Pero, añade Miraflores, además, que no quiere hacer
realmente «una historia» de esos siete años «en los que han pasado más sucesos
importantes que en un siglo entero de cualquiera época que se elija de los
anales de la monarquía»35. Una expresión cuya desmesura de apreciación no
oculta ni desvirtúa el enorme valor indicativo como consideración de que es la
contemporánea una historia más densa en acontecimientos que todas las anteriores.
De forma que la escritura de una historia tal tiene que partir de unas
«memorias» previas. Es preciso fijar y contabilizar lo vivido para escribir
luego su historia. Y muchos escritores de la época están imbuidos de esta misma
idea. Por tanto, el sentido que la expresión «contemporáneo» tuvo para quienes
primero lo emplearon no era sencillo ni bien definido, pero tenían conciencia
de su novedad.
Ildefonso Bermejo, futuro cronista del Sexenio
comenzado en 1868, escribe también entonces Espartero. Novela histórica
contemporánea, por entregas que
se realizan en la imprenta madrileña de El Porvenir de 1845 a 1847. Bermejo es
un literato que novela los acontecimientos coetáneos. En 1844 aparece en la
imprenta de Hortelano y Cía. una Historia de la Milicia Nacional
Contemporánea. Con mayor
significación aún, Eduardo Chao continúa, entre 1847 y 1851, en la imprenta de
Gaspar y Roig, la publicación de la Historia General de España del Padre Mariana en cinco volúmenes, de los
cuales el cuarto y el quinto, referidos a la Historia Contemporánea, son
debidos a su pluma. Como puede verse, la referencia a Mariana parece ser un
intento de dignificar y garantizar estas historias nuevas como una empresa de
gran altura… Otro historiador, Fernando Patxot y Ferrer, publica en 1851 una
obra que titula Historia Contemporánea. Las ruinas de mi convento.
Pero, seguramente, ninguno de estos autores
alcanzará el renombre y éxito, ni la pervivencia de su obra casi a lo largo del
siglo como lo logró Antonio Pirala, el gran cronista de las guerras civiles del
siglo xix y, al final de su vida, cronista de los primeros
años del reinado de Alfonso XII.
El significativo título de varias obras de Pirala comienza siempre con la
expresión Historia
Contemporánea, de la que hace
casi un género literario para tratar después en obras independientes, en varias
de las cuales aparece también la expresión Anales, la historia española desde 1823 al reinado de
Alfonso XII. Pirala es el más importante de nuestros analistas (escritores de anales) entre los contemporaneístas del siglo xix36. En Portugal aparece también una Historia contemporánea ou dom Miguel
em Portugal, en 1853.
La adjetivación de contemporánea aparece junto al
sustantivo Historia, de la misma manera que aparecen otras tan particulares como
las de historia «científica, política y ministerial de», o «periodística y
ministerial de» o, quizás, con el mismo valor y pretensión de calidad y rigor
con que se introduce la expresión «historia razonada», no infrecuente tampoco.
En una época, los años cuarenta del siglo xix, en la que la instrucción pública es claramente
deficitaria y la educación escolar sólo está asegurada para las capas sociales
acomodadas, la historia nueva se impone como un género literario bajo capa de
popular, y para ello no puede ser sino historia reciente. Aparece junto a
libelos, panfletos, poesías, tratados históricos, diarios y escritos
antirrevolucionarios de toda clase. La literatura registró la marea
revolucionaria esforzándose en orientar la historia nacional.
En el cuadro histórico de la revolución liberal
surgen nuevas formas de expresión literaria; de la misma fuente surgen nuevas
concepciones de lo histórico y de la historia que hay que presentar al pueblo.
Ello no tiene ningún carácter revolucionario en el terreno intelectual, pero sí
en el de la concepción de la temporalidad histórica como algo que podía ser
experimentado y no meramente heredado. La historia contemporánea tiene en su
linaje una abundante literatura que se sitúa entre política y crónica social,
periodismo o simple reportaje. La crónica del siglo xix, antecedente de la verdadera historia
contemporánea es, sobre todo, una analística política.
Los escritos de historia del siglo xix se convierten en una especie de marea, de
desbordamiento publicístico, posibilitado muchas veces por la forma de mercado
de las «entregas», donde se presentan escritos de publicistas que se encabalgan
entre la crónica política, la curiosidad sociográfica, la diatriba polémica,
sin excluir tampoco la obra de investigación, y que describen la historia del
siglo xix, cubriendo muchas veces sus obras bajo el solemne
y socorrido rótulo de Historia. La escritura de la primitiva historia
contemporánea se movía dentro de los parámetros de una casi estricta
coetaneidad con los hechos narrados o, por lo menos, de la posesión de
testimonios directos, el empleo no inhabitual de documentos originales y hasta
de entrevistas personales (como hacía Pirala), la mezcla de la política y la
cercanía al propio relato político. La historia contemporánea, por lo demás,
nunca retrocedía de los límites cronológicos del siglo.
La contemporánea, en definitiva, era un tipo de
historia muy lejana de la erudita-académica. Esto tenía ventajas e
inconvenientes, era una especie de «documentación de lo coetáneo» cuyos
problemas no dejaría de señalar un analista distinguido como Pirala37. El siglo xix inventa ese nuevo tipo de crónica política y
popular a la que llama anales,
cosa que como historia contemporánea, como historiografía formalizada y
respetable, no se introducirá de hecho hasta el siglo xx en el que se produce otra interesante
transformación. En efecto, desde comienzos del nuevo siglo, la historia contemporánea pasa a confundirse con la historia del
siglo xix, es decir, la historia del período de la
revolución y de la consolidación del liberalismo en Europa. Antes de la guerra
civil de 1936, nuestros grandes expertos en la historia del siglo xix son gentes como Altamira, Ballesteros, Pío
Zabala, en cuanto a historiadores profesionales. Sólo más tarde, cuando
la analística y la historia convencional del siglo xix se normalicen, ya avanzado el siglo xx, empezará a ser entendida comúnmente como
continuación de la Gran Historia, metiendo dentro de ella el siglo xix.
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